domingo, 1 de abril de 2007

Cambiando la Prosa











Caminaba.

Perseguía una silueta castaña que se borroneaba más adelante, entre la gente y los árboles que se cruzaban.
Una mujer.

Yo era triste.

Llevaba enroscada la bolsa de nylon entre unos dedos congestionados de sangre.
Mi rostro desencajado hacía que las personas que pasaban a mi lado me observaran con curiosidad por un instante. Pienso que en cualquier momento alguien se detendrá a preguntarme: “estás bien?”. Pero sólo soy un tipo que pasa entre la gente. Un tipo entre otros tipos. Y las miserias son sólo mías.

Volví a encontrarla. A lo lejos, su pelo castaño apenas se hamacaba por debajo de los hombros.

Algunos brillos se colaban entre los plátanos de una calle del Buceo, cuando recordé a una chica que conocía por ahí y busqué mi celular.
La llamé creyendo que una mujer a la que hace más de diez meses que no le hablo, con la que jamás tuve ningún vínculo de importancia y que nunca supo atender ni una sola de mis llamadas; estaría dispuesta a ir a tomar una cerveza conmigo.

“De repente no ahora, yo qué sé, capaz que otro día.”

Obviamente, me equivoqué.
Después del auto-bochorno y vergüenza a la que voluntariamente me sometí, decidí continuar con mi tarea anterior.

Pensé que la había perdido, pero la vi reaparecer saliendo de un kiosco.
Algo más de cerca, sus pasos lucían cortos y algo torpes.

El color del bolso que le cruzaba por la espalda llamaba mi atención cuando me descubrí completamente extraviado.
No podía reconocer los nombres de ninguna de las calles por las que caminaba.
Llegaba a las esquinas esperando girar a mi derecha o izquierda y divisar a lo lejos una avenida.

La orientación fue algo que quizás nunca me sucedió.

Era más tarde cuando en otra esquina, una esquina cualquiera, la rueda trasera de una moto resbalaba en una mancha de aceite sobre el pavimento, arrojando a una pareja joven casi de costado sobre la vereda opuesta.
Corrí hasta ellos a ver si se encontraban bien. “Sí”, me sorprendieron los hermosos ojos de ella. “Sí, sí, gracias”, contestó el conductor con algo menos de brillo. Levantamos la moto entre los tres y les alcancé sus cascos, que por equipaje, habían rodado unos metros más abajo.

Me empeño en negar lo metafórico de ciertas coincidencias.
Una coincidencia no es sino el efecto ignorado de una causa desconocida. Una pareja que resbala y se cae de una moto… justo frente a mí… justo este día… La puta que los parió.

Me dejaron atrás aún con la respiración agitada y llegué casi sin querer a una placita sobre L. A. de Herrera, a pocas cuadras de Ramón Anador.
Me acordé de mi amiga Eugenia, con quien íbamos a esa placita a escuchar los tambores.

De allí hasta la rambla vivió mi sonrisa.

Caminé sin dejar de ocupar mis ojos ni un segundo.
Fumé un rato. Pensaba en lo curioso de la gente que habita la rambla.
Qué hay allí? El mar, básicamente el mar. El cielo ya estaba bastante naranja y llegué hasta la rambla apurando el paso.

Caminaba ahora más tranquilo y noté que la mayoría de las personas se sentaban a conversar o a observar en silencio lo que sucedía en la vereda, pero de espaldas al atardecer.

Entonces, cierta urgencia comenzó a apoderarse de mi marcha.
No podía permitir que todos se olvidaran que en apenas unos minutos el sol se ocultaría.
Me propuse encontrar a una chica, una mujer cualquiera para compartir esta información, como quien le regala una flor a un completo desconocido.
El tiempo pasaba y el extraño apuro de las personas cohibía mi noble cometido. Miraba a todos como para decirles algo pero no me salían las palabras.

Cuando sólo quedaban algunos segundos para el ocaso, llegué hasta un banco de madera y cemento donde un tipo guardaba silencio.
Era algo gordo. Un semblante noble pero triste le dominaba y el mentón se apoyaba algo escondido entre sus robustas manos. Junto a él, en una Fiorino roja con la puerta del acompañante desplegada sobre la vereda, sonaba una canción bastante simple.

A la pasada le avisé:

- Ché!!

Cuando volvió su cabeza lo apuré señalando el horizonte:

- No te lo pierdas…!!!

Siguió mis instrucciones de inmediato, aunque algo confundido. Cuando lo había sobrepasado por apenas dos o tres metros lo ví de reojo, absorto en el horizonte.
Entonces mi andar se volvió lento. Contemplaba el ocaso y se me ocurrió pensar en cuánta gente lo estaría compartiendo conmigo, como aquel tipo gordo. O como la mujer de castaño, que había desaparecido hacía tiempo.

Y cuando el sol hizo mutis por el foro, me supe esperando algo.

Sonreía pensando en lo fabuloso de mi regalo. Pero algo me faltaba, algo que me merecía y necesitaba para sentir completa mi obra.
De repente, creí escuchar a lo lejos:

- Gracias!!!

Pero nunca sucedió…

Me costó no perder la sonrisa.
Luego de cierta lucha de cables y algunos instantes de sentido, logré resolverme.


Debemos dejar de esperar.


Debo dejar de llorar.